21 enero 2006

Romper la Constitución, un gran error...

(La Razón). Podrá decirse, y no sin razón, que estamos polarizados, ad delirium, en una sola cuestión desde hace meses: escenificar cómo un Estado, entre los más viejos del mundo, y cuyas fronteras apenas se han modificado en 500 años, va recorriendo una senda perversa, con el impulso de sus propios órganos rectores, para entrar en un proceso que podría ser la primera fase de su propia disolución.

El panorama en cuestión no sólo es inquietante por el nuevo Estatuto de Cataluña, sino, sobre todo, por lo que su eventual aprobación apresurada e inconstitucional podría precipitar. En ese sentido, estamos ante la típica situación de “todavía más”. Porque, efectivamente, la aprobación de ese Estatuto con el enfoque que sorprendentemente está inculcándole Rodríguez Zapatero, no sería sino el principio de algo mucho más complicado y peligroso, pues en poco tiempo vendría el “todavía más” de ir a la secesión, o a un Estado confederal agua-chinado por su laxitud. Y en esa trayectoria centrífuga entrarían otras CC.AA., como ya se ha advertido públicamente, al plantearse la Cláusula Camps respecto al proyecto valenciano.

El ambiente es más que preocupante, como se ha visto con el reciente debate público en torno al artículo 8 de la Constitución. Y en análogo contexto, cabrá preguntarse, legítimamente, qué va a pasar con el artículo 56.1 de nuestra Carta Magna, en el que se dice textualmente: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…”.

Cataluña es muy importante dentro de España: representa el 6 por 100 de su territorio, el 15,5 de su población, y en torno al 20 por 100 del PIB. Pero sobre todo, es decisiva por lo que representa de avanzada en cuestiones como cultura y tecnología, economía y arte, y tantas otras cosas. Y todo lo que se ha conseguido en esa dirección en los últimos 27 años, que ha sido mucho, se logró en un marco constitucional y estatutario que ahora quiere trasmutarse. Con un texto, que si no se remedia, crearía condiciones discriminatorias para el resto de España (y a favor de una minoría política ansiosa de poder), redundando en una animadversión profunda entre CC.AA. que lo complicaría todo.

En ese sentido ya se ve frotándose las manos, con el mayor descaro, a los nacionalistas del País Vasco, incluida la Batasuna ahora extrañamente protegida por el Presidente del Gobierno. Todos, buscando una nueva versión del Plan Ibarreche, a la que también el PSOE local ya parece dispuesto a dar sus bendiciones, en busca de una Nación Vasca que nunca existió. Pues sólo en 1936 se formó, efímeramente, por primera vez, un conjunto autónomo vasco. Consagrado después, con muchas más facultades, por la Constitución de 1978.

Y ahora llega el turno a Galicia, donde para justificar la idea de la Na-ción Gallega (¿es qué no puede pensarse en otra cosa desde los nacionalismos históricamente aberrantes?), el BNG ha resucitado el Reino de los Suevos (sic) de los siglos V y VI. Con un desconocimiento histórico tal, que no cabe sino recomendarles que por lo menos se lean el inolvidable libro de Luis García Valdeavellano (“Historia de España: desde los orígenes a la baja Edad Media”, Revista de Occidente, 1952), donde se relatan los episodios de sus reyes, desde Hermerico (a. 430), hasta Eborico y Andeca (a. 583).

Los disparates que vamos viendo, resultan cada vez más difíciles de calibrar. Y el eco que están teniendo en La Moncloa es más que preocupante. El Sr. Rodríguez Zapatero es muy joven, sólo 45 años, y hace 27, cuando se refrendó popularmente la Constitución, sólo tenía 18. Apenas había llegado a la mayoría de edad, pero se supone que sabe lo que fue la transición, y lo mucho que representa el pacto constituyente de 1978. Y si ahora quiere romperlo, que lo diga, y que recurra a los artículos 167 a 169 (con mayorías del 66 por 100 en las dos Cámaras y referéndum nacional), en vez de ir por el camino de fraude de ley que emprendió con su permisividad para trasmutar los estatutos.

Querer quebrar ahora la Constitución, con 28 años de éxito a sus espaldas es una aventura más que temeraria, y en ese sentido, cuando se ha invocado la aplicabilidad de su artículo 102.1 y 2, no se está lejos de la realidad. La transición se hizo, la hicimos, para sentar las bases de la definitiva España democrática sine die. Hacer ahora borrón y cuenta nueva, sería un grave error, e incluso un crimen político. No podemos consentirlo, y en nuestra Ley de Leyes hay resortes democráticos para poner fin a tanto contrasentido histórico, e impulsar con fuerza el futuro en común.

Publicado en el blog de Ramón Tamames